Apenas él le llevaba el vino, a ella le temblaban las piernas y caían gotas de pasión, en salvajes olas, en golpes exasperantes. Cada vez que él procuraba acariciar su entrepierna, se enredaba en un nido quejumbroso y tenía que encontrarse de cara al éxtasis, sintiendo cómo poco a poco los cuerpos se estremecían, se iban fusionando, derritiendo, hasta quedar tendido como el Dios en agonía al que se le han dejado caer mieles de oro. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento se acariciaba los pechos, consintiendo en que él aproximara suavemente sus labios. Apenas se tocaban, algo como un imán los unía, los rodeaba y extasiaba, de pronto era el clinón, la estruendosa convulsionante de los cuerpos, la jadeante explosiva del orgasmo, los gemidos del clímax en una voz única. ¡Oh sí! ¡Oh sí! Estando en la cresta de la montaña, se sentían livianos, mágicos y excitados. Temblaba el cuerpo, se vencían las piernas, y todo se desvanecía en un profundo suspiro, en miradas de ensangrentadas gasas, en caricias casi crueles que los exprimían hasta el límite de las penas.
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